Hablaremos hoy del enfado. El enfado es una emoción adaptativa y universal en la que se siente desagrado ante lo que se está viviendo. Sentimos que la situación es injusta y la vivímos como una amenaza física, a mi autoestima, a mis límites o a la consecución de mis objetivos. El enfado está muy asociado al miedo y como ocurre con con este, mi cuerpo activa dos respuestas: la lucha o la huida.
En los años 60, el psicólogo Paul Ekman registró el enfado como una emoción cuya expresión facial era universal, independientemente de la edad y la cultura. Diferentes estudios de la Universidad de California en Santa Bárbara (EEUU) y de la Universidad Griffith de Australia concluyen que la expresión facial correpondiente al enfado, en donde se contraen siete grupos distintos de músculos, tiene una función defensiva e intimidatoria. Esta permite hacer creer a quién observa que la persona enfadada es mucho más robusta y por tanto más peligrosa.
Sin embargo, sí hay una clara diferenciación en cuanto a la aceptación social de la expresión del enfado en nuestra cultura, dependiendo de si quien muestra enfado es hombre o mujer. Produciéndose, en ocasiones, un refuerzo en su expresión si se es hombre y una censura si se es mujer.
También hay culturas como la japonesa que tienden a inhibir su expresión ya que se considera ofensivo revelar las emociones «negativas», sobre todo en presencia de una figura de autoridad.
Cuando nos enfadamos segregamos catecolaminas, que son neurotrasmisores que nos permiten dar respuestas rápidas de lucha (ya sea física o verbal) o de huida. Por otro lado, la amígdala se mantiene activada durante un tiempo, manteniendo el cerebro emocional predispuesto a la acción y por tanto hipersensible. De ahí que tras haber estado enfadados estemos mucho más irritables y saltemos con cualquier detalle insignificante.
El enfado es una emoción adaptativa, es decir, me ayuda a enfrentarme a amenazas o situaciones injustas. Y como ayuda es importante que sea tratada. Sin embargo, a veces deja de ser una ayuda cuando la emoción se convierte en un sentimiento recurrente que vivimos con excesiva frecuencia e intensidad. Normalmente es fruto, de algo que nos ocurrió hace tiempo, que nos invadió y que no pudimos gestionar y ahora reaparece.
Detrás del enfado, a veces, se esconden otras emociones como, por ejemplo, la tristeza y el miedo. En ocasiones, ante situaciones que nos causan mucha tristeza, inseguridad, miedo o sensación de abandono, enfadarnos es la mejor defensa que encuentra nuestro cerebro para poder expresar tanto dolor.
Muchas veces ante la censura social de que los hombres expresen miedo y tristeza, éstos expresan estas emociones con enfado. Y del mismo modo, en muchas ocasiones las mujeres sentimos cierta censura a enfadarnos sin ser etiquetadas de histéricas o de tener descontrol emocional.
También ocurre que si crecimos en familias donde el miedo o la tristeza no eran opciones puesto que eran consideradas altamente peligrosas por sentir que generaban mucha vulnerabilidad o mucho dolor, el enfado nos ayudará como vía de escape.
Los niños/as expresan con el llanto y/o el enfado sus necesidades, miedos o deseos no satisfechos. Y nosotros, como adultos, sentimos que tenemos que calmarlos inmediatamente. A veces caemos sin querer y sin darnos cuenta en etiquetarlos como «malos/as» por enfadarse, cuando realmente el enfado les está permitiendo expresar lo que de otra manera no pueden o no saben.
El enfado es por tanto una emoción con muchas connotaciones, a veces nos asusta y en muchas ocasiones nos resulta desagradable y la rechazamos. Quizás lo hacemos desde el miedo a que nos hagan daño. 0 desde el miedo a nuestro propio descontrol, en dónde la rabia me lleva a dañar, a hacer o decir cosas de las que luego me arrepienta. A veces, me da miedo no enfadarme lo suficiente, o volcar ese enfado hacía dentro.
Nos asusta sentir enfado, y, a veces, que lo sientan nuestros hijos/as. A veces no entendemos, por qué está ahí, queremos que se vaya, nos preguntamos si realmente hay motivos para que esté ahí…
Saber qué nos enfada, qué produjo esa emoción, identificarla y nombrarla hace que se reduzca su intensidad. Aceptarla, no identificarnos con ella, como algo que nos enguye o que se apodera de nosotros/as de tal manera que somos «todo enfado» o «todo miedo o tristeza» hace que podamos manejarla mejor. Aceptar lo que sentimos pero limitar lo que hacemos con eso. Pues es necesario que aceptemos lo que sentimos para detectar lo que necesitamos. Aceptemos la emoción sin juicio, detectémosla como ayuda, como un chivato que me habla sobre algo que necesito y, de esta manera, hacerme sentir mejor y manejar mejor lo que hacemos con nuestro enfado.
De la misma manera, los niños/as necesitarían poder enfadarse sin sentir que por ello son «malos/as» y, a la vez, que los ayudemos a manejar ese enfado reduciendo o conteniendo su capacidad de hacer daño.
Isabel Cabrera Díez