“Solo le pega a ella, no a sus hijos”. Uno de los mitos más extendidos en el ámbito de la violencia de género. Esta premisa se enfrenta directamente con la realidad, tanto por la auténtica frecuencia con la que se presentan los comportamientos violentos de padres maltratadores (que afectan a los niños y niñas de forma directa), como por los efectos negativos que sobre el desarrollo infantil y adolescente tiene la exposición a situaciones de violencia indirecta.
Los niños son los miembros más vulnerables en un hogar dónde reside la violencia de género.
Los niños y adolescentes que conviven en situaciones de violencia de género son altamente vulnerables a procesos de victimización. El cómo responden a esta identificación depende de su predisposición y del estadío del desarrollo en el que se encuentren, así como de la valoración que hagan sobre lo que está sucediendo. Pueden ejercer la función de “pararrayos” tratando que el maltratador centre la atención en él, mostrar agresividad como defensa o bien tomar el papel de “niño tortuga”, haciéndose invisible y refugiándose en su mundo interno para tolerar tan alto nivel de sufrimiento.
Cuando estos niños no solo son testigos, sino que son víctimas directas de las agresiones, la situación es mucho más desequilibrante. En este escenario hay una pérdida del sentimiento de confianza y seguridad tanto del mundo como de las personas. Esto se explica entendiendo el significado que subyace a estas vivencias del siguiente modo: Cuando es tu padre quien ejerce la violencia, esa persona que te trajo libremente al mundo y de quien inevitablemente esperas que cumpla su responsabilidad, que es proporcionarte los cuidados básicos, no solo no lo hace, sino que atenta contra tu integridad. “Te deja inevitablemente dañado”.
Que todo esto suceda en el hogar, ese lugar físico y simbólico que representa el “refugio”, sitúa al niño en un lugar de absoluta desprotección, indefensión y vulnerabilidad.
¿Cómo puede afectar esto según los añitos que tengan?
Teniendo en cuenta la etapa evolutiva en la que se encuentren esos niños y niñas, vamos a exponer algunas de las secuelas que se presentan al ser testigos de esta violencia.
En la etapa prenatal, es decir, durante el embarazo, las consecuencias más directamente observables de cómo las situaciones de violencia afectan a un niño las podemos ver reflejas en un parto prematuro, mortalidad perinatal, bajo peso al nacer… Todo ello relacionado con el alto nivel de estrés que está experimentando una mujer en situación de violencia de género. También podemos encontrar alteraciones emociones en un nivel profundamente neuroemocional.
Durante la primera infancia y preescolar hay que recordar que los peques no expresan sus pensamientos y emociones a través de la palabra sino con su comportamiento y capacidad motriz. En esta etapa uno de los aspectos que se ven más dislocados es el apego parental, función psicológicamente importante para un funcionamiento emocional adecuado.
Los niños víctimas de situaciones de violencia de género pueden crecer con un apego ausente o desorganizado, que influye en el modo en que se relacionan con sus iguales, la presencia de tendencia al retraimiento, retraso madurativo y disregulación emocional. El miedo y la agresividad serán las principales emociones que se pondrán en juego.
Como anteriormente contaba, para los niños sus padres representan la base natural de seguridad. Esos peques alzan la mirada buscando un apoyo que les tranquiliza cuando lo necesitan. En estos casos, la realidad que encuentran es una figura paterna agresiva, que agrede a su otra base segura, que les puede agredir a ellos, es decir, alguien con quién la seguridad es una vana esperanza, y eso, es demoledor
Por otro lado pueden encontrar a una mamá deprimida, asustada, cuya capacidad de maternaje está mermada por el propio sufrimiento vivido. Una mamá que no encuentra herramientas para protegerse y, por tanto, para protegerlos como niños. Todo esto, les coloca en un lugar desde dónde perciben el mundo como un lugar altamente peligroso y hostil. Por ello, las emociones que les conducen a su propia supervivencia se intensifican. Actúan desde el miedo para protegerse para lo que pueda suceder o pueden agredir indiscriminadamente ya que es difícil diferenciar las figuras de confianza e incondicionalidad.
Cuando estos niños se encuentra entre los 6 y 11 años, los aspectos cognitivos y emocionales con los que fundamentalmente se ven afectados. Comienzan a tener capacidad cognitiva para intentar comprender el mundo. La realidad que tienen que comprender les conduce a la tristeza, ansiedad en forma de anticipación de situaciones e intentos de mediación entre los padres para proteger la familia.
En esta etapa podemos encontrar a niños que están más vinculados a uno de los progenitores ya sea el agresor o la víctima, con la consecuencia a nivel de su propia identidad y los roles asumidos que esto supondrá. “Aliarse con el agresor puede protegerte y ser potencialmente agresivo. Aliarte con la víctima te conecta con la humanidad pero también con la indefensión y una percepción de peligro incesante”.
En esta etapa comienzan a poder diferenciar los límites familiares y de manera implícita entran en el juego patológico de “guardar el secreto” de lo que sucede en casa con varias finalidades:
– Para que la familia no se rompa
– Para proteger a ambos progenitores
– Por miedo ante una amenaza del agresor
– Por alianza con la víctima en no contarlo
Esto les conduce a una reducción de su espontaneidad infantil y un alto nivel de autocontrol que repercute en el modo en que se relacionan con sus compañeros y amigos; la concentración, la diversión, los estudios…
Cuando llegan a la preadolescencia es común encontrar a chicos y chicas con comportamientos agresivos que de algún modo han sido legitimados en el funcionamiento familiar. También podemos ver a preadolescentes inhibidos, ansiosos, con percepción negativa de sí mismos y no merecedores. Los altos niveles de ansiedad y frustración también son comunes de percibirlos ya que de algún modo pueden adoptar un rol más maduro al que les toca por su propia edad teniendo que hacerse cargo de cuestiones que evolutivamente no están ajustadas.
Cuando dan paso a la adolescencia muchos de ellos se encuentran con la dificultad de analizar su situación familiar con unos recursos limitados por su propio periodo vital. En esta etapa el desarrollo de la identidad es una de las tareas psicoemocionales más relevantes y que están influidas por los modelos parentales. Es habitual encontrar a adolescentes que se sienten responsables de las agresiones a su madre, “de no salvarla”. Excesiva responsabilidad del ámbito familiar que les afecta a su ámbito académico. Depresión, ansiedad y embotamiento afectivo son cuadros emocionales frecuentes así cómo la presencia de sintomatología que les otorgue un lugar al que ser atendidos.
¿Y de mayores?
Diversos y numerosos estudios arrojan cifras escalofriantes. Casi la tercera parte de los niños que vivieron situaciones de violencia de género se convierten en adultos violentos. Esos adultos que fueron niños aprendieron a definirse desde unos valores dónde la agresión era legitimada.
La violencia de género no solo forma parte del conflicto de pareja, no es ajeno a los niños. El maltrato a la mujer se extiende a sus hijos e hijas, repercute directamente en su bienestar y desarrollo, produciendo secuelas a medio y largo plazo.
Es importante que estos niños puedan ser acompañados para el manejo de estas complicadas situaciones, que puedan ser protegidos y trabajar para que se repare el daño emocional vivido. Del mismo modo, cualquier intervención previene de la probable transmisión intergeneracional del maltrato consiguiendo así que no haya una perpetuación del mismo.
Por todo ello, como sociedad es importante nuestra función protectora, socializadora, observadora y denunciante de cualquier sufrimiento infantil.
”En su presente, estamos todos”
María Sanchez.