“Es imposible no transmitir al criar, tanto bien como mal”
Hodding Carter
Somos testigos y protagonistas de múltiples cambios sociales, entre ellos los que engloban a la familia y los modelos de crianza. Existe un modelo de crianza autoritario que es rechazado socialmente. Este cambio ha promovido un mayor encuentro emocional dentro de la familia, mayor colaboración e implicación de ambos progenitores. Podemos ver una nueva versión de crianza mucho más compasiva. Como todo cambio, hay grandes beneficios, pero también nuevos inconvenientes. Generar modelos de crianza conlleva innovar.
Uno de los peligros de los nuevos modelos es la polaridad extrema en la que pueden definirse, o es autoritarismo o es un modelo democrático. Los cambios sociopolíticos influyen en este ámbito también.
Desde nuestra profesión somos testigos de modelos democráticos familiares que conducen a dificultades diferentes a las experimentadas en generaciones anteriores. Una de las polaridades constituye la relación entre padre e hijos con bases de reciprocidad, amistad, aceptación por parte de los hijos de los deberes y tareas de los que deben hacerse cargo sin que se les pida y con predisposición. Es decir, se espera que los hijos colaboren “democráticamente” en la esfera familiar, que lo hagan amablemente y que no existan imposiciones. Esto presupone que los hijos no necesitan reglas, ni padres que les dirijan con firmeza y muestren lo que se debe o no se debe. Los castigos son interpretados como chantajes a los hijos por lo cual no se aplican cuando los hijos no cumplen con sus obligaciones o se comporta de manera desafiante. Conclusión: hijos que nacen con reglas establecidas, buena disposición y colaboración sin necesidad de ser enseñados, entonces, ¿ cuál es la nueva función parental?.
Un “castigo”, consecuencia o límite, con las condiciones adecuadas, merecido, medido, conocido y predecible tiene dos efectos muy importantes; Por un lado, permite a los padres desarrollar su función educativa, enseñar que las cosas se merecen y que se dan a cambio de algo. La segunda es mostrar a los hijos que sus padres tienen autoridad, entendiendo esta como el camino a convertirse en un punto de referencia de un hijo cuando necesite ayuda. Si un hijo no puede percibir que sus padres tienen conceptos claros, son coherentes, consistentes y predecibles, se concluye que no siempre estarán disponibles, que no son una figura de referencia y sabiduría y, por tanto, no serán confiables. Si no pueden confiar en sus padres y ver en ellos algún modelo de referencia, ¿en quién confiar?, ¿con quién contar? Se crea una atmósfera de pequeños y no tan pequeños personajes asustados que necesitan aprender y tener un guía. Es importante que reflexionemos sobre esto para educar con la mejor intención, la mejor capacidad como padres y el máximo apoyo realista de los hijos.
Otro de los aspectos que ha cambiado con respecto a modelos de crianza previos es la comunicación. La comunicación en la familia está mucho más desarrollada. El hecho de que no sea autoritaria implica que hay más conversación, mayor relación y mayor contenido en lo que se dice. Por todo ello, es imprescindible que la comunicación sea de alguna medida cuidada. Vamos a repasar algunas situaciones que se pueden encontrar en la comunicación relacional entre padres e hijos que pueden conducir a circunstancias conflictivas sobre las cuales hemos de poder intervenir para ejercer cambios. Las buenas intenciones, el cuidado y la comunicación no son los únicos ingredientes que están incluidos. El modo en cómo se dicen las cosas y la relación entre las personas también son condicionantes. A veces podemos llegar a experimentar un estilo de comunicación denominado paradójico del que se describen algunos ejemplos:
“Hagas lo que hagas, no lo haces bien”.
“Deberías tener ganas de estudiar, no porque te lo diga yo, sino porque quieres hacerlo”. Esta frase que a todos nos puede resultar familiar en realidad conduce al hijo a una situación de atrapamiento. El hijo puede decidir estudiar porque sus padres le transmiten que es un deber, pero no puede obedecer a “tener ganas”, ya es una disposición que no se puede imponer o entrenar. Los deseos, la felicidad, no están al servicio de las normas.
Si desmarañamos esta petición de los padres sería: Si el hijo obedece y estudia sin ganas, cumple con lo que le piden sus padres, pero no satisface totalmente el deseo de ellos. Si estudia con ganas, implica que lo hace espontáneamente y no por el hecho de que sus padres se lo hayan pedido. Conclusión: haga lo que haga no puede complacer a sus padres totalmente situación que le conduce a estar a la parcial o completa incapacidad y frustración.
Lo mejor para manejar esta situación es aprender a pedir a los hijos cosas concretas, no pedirles estados de ánimo o motivaciones.
“Sé mucho mejor que tú lo que sientes”.
Una dificultad que conduce al conflicto se presenta cuando se atribuyen estados de ánimo a la otra persona inexistentes. Un adolescente vuelve a casa después de clase, callado, con actitud seria y se va a su cuarto. Los padres entran y le dicen “estás enfadado”, “has tenido mal día ya lo sé yo” y así va sucediendo una comunicación en la que el hijo contesta: “No estoy enfadado, dejarme en paz”. La profecía se cumple. Lo que podría ser un leve enfado, un estado de reserva interior, un espacio reflexivo y autónomo se convierte en una expresión de enfado.
Para este tipo de situaciones lo más apropiado es preguntar antes de sentenciar, comprender que podemos conocer a una persona pero que lo más cuidadoso es permitir que el otro exprese cuando decida, aunque sea un adolescente o un niño más pequeño.
“Deja, ya lo hago yo”.
Seguro que podemos recordar una situación en la que hemos dicho o nos han dicho, “deja, lo hago yo, podrías hacerte daño”. Este tipo de mensajes contienen un contenido implícito que en realidad pueden descalificar sutilmente las capacidades de la otra persona. Lo que implícitamente se está diciendo es: “no creo que seas capaz de hacerlo”. Si este tipo de mensajes conforman la comunicación entre padres e hijos hemos de pensar en un modelo de sobreprotección. Este tipo de situaciones llevan un doble mensaje” lo hago por ti, porque te quiero y además porque creo que solo no podrías lograrlo”.
La sobreprotección es un modelo que conduce a hijos con baja autoestima, inseguros, carentes de experiencias que haya podido afrontar solos.
Se aconseja que podamos permitir que los niños experimenten situaciones que tengan que afrontar ellos solos. Pueden pedir consejo, ideas, todo ello no implica abandonarles, pero únicamente ellos deben ser los protagonistas de sus logros para desarrollar su propia confianza y autoestima.
“Lo hago solo por ti”.
Hay padres que hacen o dan cosas sin que los hijos lo hayan pedido. Si su sacrificio no es apreciado, se enfadan, se lamentan y tachan los hijos de ingratos o se instalan en el silencio de víctima. El mensaje es “lo hago por ti”. El hijo se encuentra en una situación de deuda no solicitada, experimenta emociones ambivalentes; Debería dar las gracias por la generosidad, pero al mismo tiempo se siente enfadado porque él no ha solicitado ni deseado esta generosidad.
Ej.: Padres que recogen el cuarto de hijo sin que lo pida. Cuando el hijo lo ve, los padres le expresan su cansancio, lo duro que ha sido recogerlo todo y las cosas que han tenido que renunciar para hacerlo. El hijo enfadado puede contestar “no te lo pedí” y recibe la respuesta implacable “creí que te gustaría, con todos los sacrificios que hago por ti, podrías ser más agradecido”.
Todos estos conceptos son candidatos a ser analizados ya que todos tenemos el compromiso de crear un ambiente, un modelo y una comunicación familiar clara y cooperativa. Sin embargo, existen aspectos en los que hay que poder afinar para no enloquecer a los más pequeños. Cuando innovamos no poseemos un punto de referencia, estamos destinados a probar y por ello, susceptibles de correr el riesgo de funcionar, como el de fallar y dañar.
María Sánchez